En apenas un centenar de páginas, o menos (según la edición), el argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) es capaz de desarrollar uno de los cuentos más admirables, sugerentes y -al mismo tiempo- desconcertantes que ha dado la literatura fantástica en español. Sé que al etiquetarlo dentro del género, algunos de sus lectores levantarán la voz para discrepar, diciendo que se trata de un texto más propio de la ciencia-ficción o, en cualquier caso, del realismo mágico. No les puedo quitar la razón, pero ¿acaso tiene mayor importancia? ¿No entra, después de todo, en el marco de la fantasía cualquier historia capaz de trasladarnos a los límites de lo inverosímil? Y eso es algo que, desde luego, Bioy Casares consigue sobradamente con esta novela.
De algún modo así lo refrenda en el prólogo de la obra el mismo Jorge Luis Borges, cuando hace referencia a la creación de ficciones, a la voluntad de sorprender, recogiendo las palabras de Ortega y Gasset sobre la dificultad, también actual, de "inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior." De este trabajo de su compañero de profesión, colaborador ocasional e íntimo amigo dice superar todos los obstáculos anteriores, llegando a aplicarle a esta historia la calificación de 'perfecta'.
En efecto, entre ambos autores, se fundó una complicidad literaria, no exenta de cierto espíritu de crítica mutua, que les llevaba a mantener una relación fraternal prolongada en largas conversaciones sobre sus lecturas. La obra póstuma de Bioy Casares, 'Borges' (2006; recopilación de vivencias personales y profesionales entre ambos, extraída de sus cuadernos de notas) bien lo atestigua. Por su parte, la influencia de Borges en la bibliografía de su amigo, inevitablemente atraído por la órbita del gran maestro, es más que evidente.
A La invención de Morel, con seguridad su obra más conocida, escrita en 1940, se le podrían aplicar algunas de esas claves compartidas. Se trata de una narración en primera persona (el texto consiste realmente en un diario), hábilmente compensada en torno a dos figuras principales: la del protagonista y la del personaje cuyo nombre aparece en el título. Durante su desarrollo, dotado de una prosa que bien justifica el brillante apelativo del prólogo, la sucesión de los hechos -a ratos ensoñadora y a ratos casi escalofriante- atrapa con bastante facilidad hasta el momento de su comprensión final.
Si Borges anuncia en su introducción que no quiere adentrarse demasiado en el argumento del relato para no desvelar al lector los secretos intrínsecos de su ejecución, yo no soy quién para hacerlo ahora. Así que, por una vez, trataré de realizar un ejercicio de síntesis. Tampoco quiero destripar nada, más allá de sus líneas generales, y por lo tanto recomiendo además a quienes consideren su lectura no sondear previamente demasiadas opiniones por la red para no dar con inoportunos spoilers.
Un hombre perseguido, un prófugo de la justicia y la incomprensión, decide esconderse en un pequeño islote del archipiélago de las Ellice, en el Pacífico Sur: se trata de un lugar deshabitado, agreste, cuya mala fama lo convierte en poco más que un evitable peñasco desconocido sobre el que se recomienda no fondear, ante los funestos rumores de la propagación de una epidemia letal. En la isla sólo se levantan tres construcciones abandonadas y ausentes: un museo, una capilla y una pileta de natación.
A salvo del proceso judicial que le condenaba a un encarcelamiento perpetuo, el huído toma refugio allí, hasta que un día un grupo de personas irrumpe en la isla, alterando repentinamente su retiro voluntario. Llegados de no se sabe dónde ni con qué intenciones, se pasean a sus anchas por la pequeña colina que se eleva desde la playa y ocupan los edificios, como turistas despreocupados, bajo la mirada vigilante del hombre, que se ve relegado a esconderse en los bajíos asaltados por las cambiantes mareas ante el temor de ser delatado a las autoridades. Entre el grupo de intrusos, una mujer que cada atardecer pasea por las barrancas y observa la puesta de sol llama poderosamente su atención.
El fugitivo (de quien no se menciona su nombre), pese a padecer ahora unas condiciones aún más penosas que a su llegada a la isla, trata de ir ganándose la atención de la mujer, de la que se enamora de forma platónica, casi obsesiva. Faustine, así se llama ella, asiste con indiferencia, como "con ojos que no sirven para ver y oídos que no sirven para oír" a las tentativas por captar su interés. Además, es a su vez pretendida por Morel, quien parece ser el organizador de esta inexplicable excursión de molestos visitantes, de modo que el refugiado se convierte en testigo furtivo de las conversaciones de la pareja. Se diría que la arrebatadora Faustine practicara un juego en el que Morel y el protagonista rivalizan por ella.
Venciendo, no sin gran dificultad, sus recelos iniciales hacia esas gentes, acabará por realizar tímidas exploraciones a los lugares de los que se ha visto desplazado y les irá conociendo en la distancia. Llegado el momento, aún aterrado frente a la posiblidad de ser descubierto, presenciará un hecho que le hará empezar a plantearse hipótesis sobre la naturaleza de estos inaccesibles intrusos.
En esta isla desolada, es como si la alternancia de las mareas marcara el ritmo de las estaciones y algo más...
La brevedad de esta novela es inversamente proporcional a una supuesta ligereza -como podría pensarse en un principio- de su trama. Esa complejidad, inducida por el magnetismo del elemento fantástico, captura nuestra disposición a reflexionar en torno a los temas principales que toca: el amor, la inmortalidad, la forma de perpetuarse en el primero mediante el segundo, la falta de comunicación humana, la soledad en la amplitud del mundo... nos invitan a efectuar un trabajo de análisis y volver repetidamente sobre los planteamientos expuestos en las entradas del fatídico diario.
En su capacidad recreativa entran toda una serie de descripciones precisas, que se detienen en la justa exposición de los detalles de la isla, sus nuevos pobladores y sus enigmáticos edificios lo suficiente para hallarse al servicio del relato, calando a la vez en el lector hasta hacerle partícipe de las mismas sensaciones de inquietud casi constante del protagonista, como cuando accede, por ejemplo, a los sótanos ocultos del museo o cuando padece la salobridad de las aguas que inundan su improvisado escondite en los bajíos. Pero especialmente en su actitud para con Faustine, cegada por un progresivo embeleso hacia la mujer. Así es como la narrativa del autor nos sumerge con facilidad en la misteriosa atmósfera insular, transmitiéndonos los mismos síntomas de irrealidad que sufre el desdichado fugitivo, su agonía ante la incógnita de un profundo enamoramiento, ¿presa de las alucinaciones provocadas por un trastorno pasajero, originado por la sensación de abandono, o plenamente verídico?
De algún modo así lo refrenda en el prólogo de la obra el mismo Jorge Luis Borges, cuando hace referencia a la creación de ficciones, a la voluntad de sorprender, recogiendo las palabras de Ortega y Gasset sobre la dificultad, también actual, de "inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior." De este trabajo de su compañero de profesión, colaborador ocasional e íntimo amigo dice superar todos los obstáculos anteriores, llegando a aplicarle a esta historia la calificación de 'perfecta'.
En efecto, entre ambos autores, se fundó una complicidad literaria, no exenta de cierto espíritu de crítica mutua, que les llevaba a mantener una relación fraternal prolongada en largas conversaciones sobre sus lecturas. La obra póstuma de Bioy Casares, 'Borges' (2006; recopilación de vivencias personales y profesionales entre ambos, extraída de sus cuadernos de notas) bien lo atestigua. Por su parte, la influencia de Borges en la bibliografía de su amigo, inevitablemente atraído por la órbita del gran maestro, es más que evidente.
A La invención de Morel, con seguridad su obra más conocida, escrita en 1940, se le podrían aplicar algunas de esas claves compartidas. Se trata de una narración en primera persona (el texto consiste realmente en un diario), hábilmente compensada en torno a dos figuras principales: la del protagonista y la del personaje cuyo nombre aparece en el título. Durante su desarrollo, dotado de una prosa que bien justifica el brillante apelativo del prólogo, la sucesión de los hechos -a ratos ensoñadora y a ratos casi escalofriante- atrapa con bastante facilidad hasta el momento de su comprensión final.
Si Borges anuncia en su introducción que no quiere adentrarse demasiado en el argumento del relato para no desvelar al lector los secretos intrínsecos de su ejecución, yo no soy quién para hacerlo ahora. Así que, por una vez, trataré de realizar un ejercicio de síntesis. Tampoco quiero destripar nada, más allá de sus líneas generales, y por lo tanto recomiendo además a quienes consideren su lectura no sondear previamente demasiadas opiniones por la red para no dar con inoportunos spoilers.
Un hombre perseguido, un prófugo de la justicia y la incomprensión, decide esconderse en un pequeño islote del archipiélago de las Ellice, en el Pacífico Sur: se trata de un lugar deshabitado, agreste, cuya mala fama lo convierte en poco más que un evitable peñasco desconocido sobre el que se recomienda no fondear, ante los funestos rumores de la propagación de una epidemia letal. En la isla sólo se levantan tres construcciones abandonadas y ausentes: un museo, una capilla y una pileta de natación.
A salvo del proceso judicial que le condenaba a un encarcelamiento perpetuo, el huído toma refugio allí, hasta que un día un grupo de personas irrumpe en la isla, alterando repentinamente su retiro voluntario. Llegados de no se sabe dónde ni con qué intenciones, se pasean a sus anchas por la pequeña colina que se eleva desde la playa y ocupan los edificios, como turistas despreocupados, bajo la mirada vigilante del hombre, que se ve relegado a esconderse en los bajíos asaltados por las cambiantes mareas ante el temor de ser delatado a las autoridades. Entre el grupo de intrusos, una mujer que cada atardecer pasea por las barrancas y observa la puesta de sol llama poderosamente su atención.
El fugitivo (de quien no se menciona su nombre), pese a padecer ahora unas condiciones aún más penosas que a su llegada a la isla, trata de ir ganándose la atención de la mujer, de la que se enamora de forma platónica, casi obsesiva. Faustine, así se llama ella, asiste con indiferencia, como "con ojos que no sirven para ver y oídos que no sirven para oír" a las tentativas por captar su interés. Además, es a su vez pretendida por Morel, quien parece ser el organizador de esta inexplicable excursión de molestos visitantes, de modo que el refugiado se convierte en testigo furtivo de las conversaciones de la pareja. Se diría que la arrebatadora Faustine practicara un juego en el que Morel y el protagonista rivalizan por ella.
Venciendo, no sin gran dificultad, sus recelos iniciales hacia esas gentes, acabará por realizar tímidas exploraciones a los lugares de los que se ha visto desplazado y les irá conociendo en la distancia. Llegado el momento, aún aterrado frente a la posiblidad de ser descubierto, presenciará un hecho que le hará empezar a plantearse hipótesis sobre la naturaleza de estos inaccesibles intrusos.
En esta isla desolada, es como si la alternancia de las mareas marcara el ritmo de las estaciones y algo más...
La brevedad de esta novela es inversamente proporcional a una supuesta ligereza -como podría pensarse en un principio- de su trama. Esa complejidad, inducida por el magnetismo del elemento fantástico, captura nuestra disposición a reflexionar en torno a los temas principales que toca: el amor, la inmortalidad, la forma de perpetuarse en el primero mediante el segundo, la falta de comunicación humana, la soledad en la amplitud del mundo... nos invitan a efectuar un trabajo de análisis y volver repetidamente sobre los planteamientos expuestos en las entradas del fatídico diario.
En su capacidad recreativa entran toda una serie de descripciones precisas, que se detienen en la justa exposición de los detalles de la isla, sus nuevos pobladores y sus enigmáticos edificios lo suficiente para hallarse al servicio del relato, calando a la vez en el lector hasta hacerle partícipe de las mismas sensaciones de inquietud casi constante del protagonista, como cuando accede, por ejemplo, a los sótanos ocultos del museo o cuando padece la salobridad de las aguas que inundan su improvisado escondite en los bajíos. Pero especialmente en su actitud para con Faustine, cegada por un progresivo embeleso hacia la mujer. Así es como la narrativa del autor nos sumerge con facilidad en la misteriosa atmósfera insular, transmitiéndonos los mismos síntomas de irrealidad que sufre el desdichado fugitivo, su agonía ante la incógnita de un profundo enamoramiento, ¿presa de las alucinaciones provocadas por un trastorno pasajero, originado por la sensación de abandono, o plenamente verídico?
Pese a su indudable originalidad, podemos señalar algunas conexiones de esta historia con las de otros artistas de diversos ámbitos. Por ejemplo, en el plano literario, con La isla del Dr. Moreau, de H. G. Wells (1896), aunque no sólo por la inequívoca similitud -también en el nombre- entre Morel y el calculador Moreau. Asimismo, con la magistral obra gráfica Trazo de tiza, del coruñés Miguelanxo Prado, por la tensión implícita y la concepción misma del escenario que envuelve los acontecimientos de la isla. E incluso con la televisiva Lost (Perdidos), de la que se pueden extraer varios puntos en común: un refugio que alberga secretos a priori indescifrables, la presencia de 'otros' individuos inaprensibles dentro de un atolón aislado, etc. De hecho, supongo que como curioso guiño de los guionistas, uno de sus personajes -Sawyer- aparece en un capítulo leyendo el libro de Bioy Casares (lo que disparó la demanda del mismo entre los fanáticos de la serie de todo el mundo). Aunque de escasa trascendencia, no hay que desdeñar que ya se han realizado igualmente varias producciones teatrales y cinematográficas que adaptan o se basan en la novela más representantiva del que fuera Premio Cervantes en 1990.
Una demostración de que ni hacen falta gruesos volúmenes para contar un extraordinario relato de fantasía, ni es necesario recurrir a la literatura anglosajona para ello. Muy recomendable.
"No creo indispensable tomar un sueño por realidad,
ni la realidad por locura."
ni la realidad por locura."
- Nota:
Se puede descargar La invención de Morel, de forma totalmente legal y gratuita, desde la página del Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa.
4 comentarios:
Gracias por este enlace a la obra.
He tenido siempre ganas de leerlo y por circustancias, al final, no lo he hecho.
Ahora no tengo excusa.
Un abrazo.
No hay de qué, Angux. ;)
Quizá no es un formato muy cómodo el de ese pdf del enlace (no están muy delimitadas las distintas entradas del diario y le he visto alguna errata) pero algo es algo. Si no te convence, rebuscando un poco puedes encontrar algún pdf mejor confeccionado.
En todo caso, ya nos contarás qué te parece si finalmente te decides a leerlo.
Saludos. :)
Yo me compre hace poco Historias de amor de Bioy Casares, que son unas cuantas historias con diferentes argumentos con el amor unas veces como desgracia otras como situación feliz pero con un escepticismo y un humor sombrío de fondo que me encanta.
Al de Morel le tengo ganas.
Saludos.
El amor es un tema recurrente en la obra de Bioy Casares, siempre con un enfoque muy particular. También, por ejemplo, en El sueño de los héroes, según creo. Por lo visto, las mujeres se le daban bien. :)
Si te va su estilo, sin duda el Morel te gustará mucho. Saludos!
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