Norma Editorial. Colección Pandora nº 20
Edición original: Le maître des montagnes
Edición original: Le maître des montagnes
Atención: este artículo puede revelar detalles sobre el argumento.
Recuperemos el pulso de la colección, ya casi en plena mitad de la misma, con una de sus aventuras sin duda más excepcionales, una verdadera historieta de lujo. Álbum de culto, no sólo en relación con el resto de la serie sino en el marco del cómic fantástico en general, El señor de las montañas se revela como un trabajo apasionante donde tienen cabida desde el suspense hasta la tragedia, llegando a ser calificado de obra maestra y convirtiéndose en el preferido de muchos de los lectores con que cuenta Thorgal.
Personalmente lo encuentro un álbum sublime e increible. No sé si, desde mi propia perspectiva, lo llegaría a etiquetar como el mejor de la colección considerada en su conjunto (¡entended mi subjetividad; son tantas las entregas de Thorgal que me encantan debido a unas razones u otras!) pero por supuesto queda englobado por méritos propios entre los más sobresalientes.
Un número que, con las nieves que nos están cayendo encima durante este largo invierno, nos viene que ni al pelo. Cambio radical de escenario, por tanto, respecto de Entre tierra y luz (que, salvando el inciso fuera de orden cronológico del álbum anterior, marca el punto donde dejamos a nuestro azaroso vikingo).
Aunque el dibujo de Rosinski sigue estando (¡y de qué manera!) en su cumbre, hemos de reconocer que el principal artífice de este excelente one-shot es el señor Van Hamme, quien consigue hilar con maestría absoluta y precisión milimétrica un argumento que, pese a su complejidad, se sostiene y cierra por si mismo. Para llevar a cabo tan inteligente y atractivo guión tira -como hemos visto en alguna otra ocasión (recordemos Los tres ancianos del país de Aran)- de esos juegos temporales de los que tanto gusta, los cuales llegan en esta entrega a su mayor clímax y además sin necesidad de meterse en excesivos berenjenales que expliquen sus mecanismos, logrando que el lector tampoco le preste mucha atención a ese aspecto y desviando su interés hacia lo que realmente quiere contarnos (una característica que denota las tablas del brillante escenarista belga).
Pero situémonos: Thorgal y los suyos regresan al norte. Un conciso comentario del cabeza de familia, que viaja solo en esta aventura, nos permite enterarnos de sus intenciones; adelantar la ruta hacia los territorios en los que se ha criado junto a Aaricia, donde ésta desea dar a luz a la criatura que esperan. Sorprendido por una avalancha de nieve durante lo más crudo del invierno, Thorgal se refugia en una pequeña granja en ruinas. Allí se cruza con Torric, un joven y desdichado esclavo recién huído de las garras de Saxegaard, el cruel dueño de esas tierras apodado como 'el señor de las montañas'. Por un acto inexplicable los dos hombres se ven proyectados al pasado, exactamente treinta y siete años antes de su primer encuentro, momento en que conocerán a Vlana, la turbadora mujer que regenta el minúsculo redil. De esta forma, y sin saber en un principio si sueña o está despierto, Thorgal se ve en medio de un dramático episodio que traspasará los limites del tiempo.
La trama, siendo lo suficientemente compleja de por si para tratar de explicarla de manera entendible en este artículo, queda claro que concatena alternativamente sucesos entre el pasado y el futuro (o, debería decir más bien, el ahora) en torno al concepto de la paradoja temporal. Esta expresión de tintes filosóficos, ya formulada anteriormente en varias obras de la ciencia-ficción, suele explicarse por medio de un ejemplo, el llamado supuesto del abuelo: si un individuo se remontase al pasado y matara a su abuelo, no llegaría a nacer... ¡pero entonces no podría viajar al pasado para matar a su abuelo! En tal caso, sí sería concebido... ¡de modo que podría viajar al pasado y cometer el macabro acto! Como puede deducirse, el discurso se prolongaría indefinidamente.
Partiendo de esta idea, el argumento de El señor de las montañas se desarrolla con ritmo trepidante sobre las idas y venidas entre el pasado y el presente hacia un desenlace inesperado y terrible. Para explicar someramente el modo en que los acontecimientos tienen lugar, Van Hamme se sirve de la simbología clásica del Uróboros, la mítica serpiente -con origen en las culturas griega y egipcia- que se muerde la cola en un gesto de eterna deglución. Esta imagen ha venido representando tradicionalmente el significado inalterable de la naturaleza, los ciclos de la vida, de las estaciones y, en un sentido más amplio, el infinito. Se convierte así en el vehículo perfecto gracias al cual los autores justifican sus propósitos y nos plantean un dilema inquietante sobre el destino y el tiempo que, por más que avance nuestra ciencia, la humanidad probablemente nunca llegue a desentrañar.
Con sólo cuatro personajes (¿o acaso tres?) perfectamente definidos, Van Hamme y Rosinski construyen uno de esos relatos a los que varias horas después de haber terminado su lectura uno sigue dándole vueltas. Mientras que Thorgal queda como un necesario intruso de lo que sucede en esta aventura, el verdadero protagonismo recae sobre el resto de sus integrantes. El personaje de Vlana supone otra de esas mujeres que dejan huella en la serie y en la vida del pacífico vikingo, de quien ya sabemos qué efecto causa en el sexo opuesto: está claro que toda fémina que se interpone en su camino queda impresionada. En tanto que Torric, cuyo egoísmo y ambición echan a perder lo que podría haber sido una temprana resolución de la historia, nos propone un curioso interrogante: ¿puede el conocimiento previo de nuestro destino alterar el curso natural del mismo, o por el contrario estamos irremisiblemente abocados a su realización? Quién sabe si el de Torric, quien al inicio se nos muestra como un muchacho aparentemente honesto, se hallaba comprometido de antemano. Así, la figura de Saxegaard, por odioso y desagradable que éste pueda parecernos, no deja de ejercer una comprensible fascinación.
El frío entorno, que como en todo relato claustrofóbico que se precie se ciñe a un espacio muy limitado, constituye otra pieza clave sin la cual este episodio no podría entenderse. Sin movernos de las inmediaciones de la estremecedora majada, rodeada de montañas cubiertas de nieve que Rosinski retrata maravillosamente, encontramos a un Thorgal atrapado, del que presentimos su desesperación al verse solo ante nuevas dificultades. Para añadir un halo de misterio al asunto, este volumen deja caer una mención a la misteriosa Atlántida y al legendario metal oricalco como posible artificio para algún futuro número, así como de un tal Phaios de Creta (que concluyo debe de ser ficticio, al no haber encontrado ninguna información al respecto).
Estamos, por tanto, ante un magnífico álbum que comparado con el resto de entregas que componen la colección seguramente destaque como una de las más sugerentes (aunque mi opinión es que la serie goza de la calidad homogénea suficiente para aplicarle a toda ella el apelativo de obra maestra), no obstante por si solo puede no decir demasiado al lector ocasional o a aquellos que se inicien en Thorgal con este volumen, por más que -en realidad- consista en una aventura autoconclusiva plenamente disfrutable y no estrictamente relacionada con el resto de tomos. En la línea cronológica de la serie, si lo pensáis bien, es como si este álbum de Thorgal jamás hubiera sucedido, al menos no más allá de un arduo viaje invernal del héroe hacia el norte.
De relectura casi forzosa dado que cuesta un poco comprender a fondo la manera en que las paradojas temporales manipulan el curso secuencial del guión, la creación de esta historieta refleja una época en la que el tema enganchaba (del mismo periodo es, por ejemplo, la popular saga Regreso al futuro) y a pesar de la genialidad con que se aborda el viaje en el tiempo a lo largo de estas páginas, no será esta la última vez que veremos a Van Hamme urdir giros inesperados por medio de este recurso tan emocionante como insondable.
Personalmente lo encuentro un álbum sublime e increible. No sé si, desde mi propia perspectiva, lo llegaría a etiquetar como el mejor de la colección considerada en su conjunto (¡entended mi subjetividad; son tantas las entregas de Thorgal que me encantan debido a unas razones u otras!) pero por supuesto queda englobado por méritos propios entre los más sobresalientes.
Un número que, con las nieves que nos están cayendo encima durante este largo invierno, nos viene que ni al pelo. Cambio radical de escenario, por tanto, respecto de Entre tierra y luz (que, salvando el inciso fuera de orden cronológico del álbum anterior, marca el punto donde dejamos a nuestro azaroso vikingo).
Aunque el dibujo de Rosinski sigue estando (¡y de qué manera!) en su cumbre, hemos de reconocer que el principal artífice de este excelente one-shot es el señor Van Hamme, quien consigue hilar con maestría absoluta y precisión milimétrica un argumento que, pese a su complejidad, se sostiene y cierra por si mismo. Para llevar a cabo tan inteligente y atractivo guión tira -como hemos visto en alguna otra ocasión (recordemos Los tres ancianos del país de Aran)- de esos juegos temporales de los que tanto gusta, los cuales llegan en esta entrega a su mayor clímax y además sin necesidad de meterse en excesivos berenjenales que expliquen sus mecanismos, logrando que el lector tampoco le preste mucha atención a ese aspecto y desviando su interés hacia lo que realmente quiere contarnos (una característica que denota las tablas del brillante escenarista belga).
Pero situémonos: Thorgal y los suyos regresan al norte. Un conciso comentario del cabeza de familia, que viaja solo en esta aventura, nos permite enterarnos de sus intenciones; adelantar la ruta hacia los territorios en los que se ha criado junto a Aaricia, donde ésta desea dar a luz a la criatura que esperan. Sorprendido por una avalancha de nieve durante lo más crudo del invierno, Thorgal se refugia en una pequeña granja en ruinas. Allí se cruza con Torric, un joven y desdichado esclavo recién huído de las garras de Saxegaard, el cruel dueño de esas tierras apodado como 'el señor de las montañas'. Por un acto inexplicable los dos hombres se ven proyectados al pasado, exactamente treinta y siete años antes de su primer encuentro, momento en que conocerán a Vlana, la turbadora mujer que regenta el minúsculo redil. De esta forma, y sin saber en un principio si sueña o está despierto, Thorgal se ve en medio de un dramático episodio que traspasará los limites del tiempo.
La trama, siendo lo suficientemente compleja de por si para tratar de explicarla de manera entendible en este artículo, queda claro que concatena alternativamente sucesos entre el pasado y el futuro (o, debería decir más bien, el ahora) en torno al concepto de la paradoja temporal. Esta expresión de tintes filosóficos, ya formulada anteriormente en varias obras de la ciencia-ficción, suele explicarse por medio de un ejemplo, el llamado supuesto del abuelo: si un individuo se remontase al pasado y matara a su abuelo, no llegaría a nacer... ¡pero entonces no podría viajar al pasado para matar a su abuelo! En tal caso, sí sería concebido... ¡de modo que podría viajar al pasado y cometer el macabro acto! Como puede deducirse, el discurso se prolongaría indefinidamente.
Partiendo de esta idea, el argumento de El señor de las montañas se desarrolla con ritmo trepidante sobre las idas y venidas entre el pasado y el presente hacia un desenlace inesperado y terrible. Para explicar someramente el modo en que los acontecimientos tienen lugar, Van Hamme se sirve de la simbología clásica del Uróboros, la mítica serpiente -con origen en las culturas griega y egipcia- que se muerde la cola en un gesto de eterna deglución. Esta imagen ha venido representando tradicionalmente el significado inalterable de la naturaleza, los ciclos de la vida, de las estaciones y, en un sentido más amplio, el infinito. Se convierte así en el vehículo perfecto gracias al cual los autores justifican sus propósitos y nos plantean un dilema inquietante sobre el destino y el tiempo que, por más que avance nuestra ciencia, la humanidad probablemente nunca llegue a desentrañar.
Con sólo cuatro personajes (¿o acaso tres?) perfectamente definidos, Van Hamme y Rosinski construyen uno de esos relatos a los que varias horas después de haber terminado su lectura uno sigue dándole vueltas. Mientras que Thorgal queda como un necesario intruso de lo que sucede en esta aventura, el verdadero protagonismo recae sobre el resto de sus integrantes. El personaje de Vlana supone otra de esas mujeres que dejan huella en la serie y en la vida del pacífico vikingo, de quien ya sabemos qué efecto causa en el sexo opuesto: está claro que toda fémina que se interpone en su camino queda impresionada. En tanto que Torric, cuyo egoísmo y ambición echan a perder lo que podría haber sido una temprana resolución de la historia, nos propone un curioso interrogante: ¿puede el conocimiento previo de nuestro destino alterar el curso natural del mismo, o por el contrario estamos irremisiblemente abocados a su realización? Quién sabe si el de Torric, quien al inicio se nos muestra como un muchacho aparentemente honesto, se hallaba comprometido de antemano. Así, la figura de Saxegaard, por odioso y desagradable que éste pueda parecernos, no deja de ejercer una comprensible fascinación.
El frío entorno, que como en todo relato claustrofóbico que se precie se ciñe a un espacio muy limitado, constituye otra pieza clave sin la cual este episodio no podría entenderse. Sin movernos de las inmediaciones de la estremecedora majada, rodeada de montañas cubiertas de nieve que Rosinski retrata maravillosamente, encontramos a un Thorgal atrapado, del que presentimos su desesperación al verse solo ante nuevas dificultades. Para añadir un halo de misterio al asunto, este volumen deja caer una mención a la misteriosa Atlántida y al legendario metal oricalco como posible artificio para algún futuro número, así como de un tal Phaios de Creta (que concluyo debe de ser ficticio, al no haber encontrado ninguna información al respecto).
Estamos, por tanto, ante un magnífico álbum que comparado con el resto de entregas que componen la colección seguramente destaque como una de las más sugerentes (aunque mi opinión es que la serie goza de la calidad homogénea suficiente para aplicarle a toda ella el apelativo de obra maestra), no obstante por si solo puede no decir demasiado al lector ocasional o a aquellos que se inicien en Thorgal con este volumen, por más que -en realidad- consista en una aventura autoconclusiva plenamente disfrutable y no estrictamente relacionada con el resto de tomos. En la línea cronológica de la serie, si lo pensáis bien, es como si este álbum de Thorgal jamás hubiera sucedido, al menos no más allá de un arduo viaje invernal del héroe hacia el norte.
De relectura casi forzosa dado que cuesta un poco comprender a fondo la manera en que las paradojas temporales manipulan el curso secuencial del guión, la creación de esta historieta refleja una época en la que el tema enganchaba (del mismo periodo es, por ejemplo, la popular saga Regreso al futuro) y a pesar de la genialidad con que se aborda el viaje en el tiempo a lo largo de estas páginas, no será esta la última vez que veremos a Van Hamme urdir giros inesperados por medio de este recurso tan emocionante como insondable.