Si algún día se produce el fin del mundo como lo conocemos ahora y el colapso de nuestra sociedad (y al paso que va la burra, nadie se extrañaría de que eso pudiera ser fácilmente mañana o pasado) yo me lo imagino tal como nos lo pinta
Cormac McCarthy. Porque este no es un relato post-apocalíptico más de tantos, centrado en un cataclismo de proporciones planetarias, una amenaza alienígena desconocida, o un virus letal que diezma a la población y la transforma en vete a saber qué horrible nueva especie. Sin detraer el éxito y el atractivo morboso que sentimos por ese tipo de historias -siempre más ficticias que reales- y que todos ya conocemos de la literatura y el cine, lo verdaderamente impactante de
La carretera es precisamente su verosimilitud; y esa fuerza de ser tan creíble es lo que la vuelve una narración llena de tensión, devastadora y escalofriante como pocas en su género. Una advertencia como premisa a quien se adentre en esta corta novela (ganadora del premio Pulitzer en 2007) que me parece importante resaltar, es que no se trata de la lectura más recomendable en una época de bajón, ya que te deja tocado y, desde luego, si no te afecta y remueve algo en tu interior es porque pocas cosas pueden hacerlo realmente.
La carretera cuenta la historia de un padre y su hijo que recorren el territorio impreciso de alguna parte de los EE.UU. tras una catástrofe global que ha reducido la superficie del mundo a un estado cadáver; un lugar donde ya no hay esperanza alguna y en el que los pocos supervivientes subsisten como alimañas alimentándose de los restos de la sociedad extinta e incluso entregados al canibalismo con tal de satisfacer sus instintos más primarios. Hombre y niño se dirigen hacia el sur, a la costa, empujando un carrito de supermercado con sus escasas pertenencias, no porque allí esperen encontrar nada mejor, sino para evitar el peligro más inminente y tratar de alejarse de un frío atenazador que a cada día que pasa se hace más intenso. El frío, la oscuridad que lo cubre todo y el hambre, siempre el hambre. Porque la comida, desaparecidas toda forma de vida animal y la totalidad de los cultivos desde hace años, es más que una mera necesidad: es el eje en torno al que gira todo para agarrarse un día más, unas horas más, a una existencia insustancial y yerma. No hay motivos para seguir avanzando por la carretera (transitada ahora por peligrosas bandas de personas que han perdido todo atisbo de humanidad) y el desolado paraje que la rodea, testigo mudo y severo de las cicatrices del mundo desaparecido, salvo el amor del padre por el chico, el impulso de mantenerle a salvo, de protegerle y no dejar que nadie le haga daño. Ese es su trabajo; su única creencia.
Dejemos claro desde el principio que poco tiene que ver esta obra con aquellas a las que tentadoramente podríamos atribuirles un corte similar, ya sea en el campo de las letras, como
La guerra de los mundos, de
H. G. Wells, como del séptimo arte (aquí tenemos innumerables ejemplos entre los que escoger, dada la proliferación de películas de género apocalíptico en los últimos años, la mayoría de ellas bochornosas) e incluso del cómic y la televisión, como la más reciente
The Walking Dead. Quizás me azora un poco la comparación con esta última cita, aunque ambas obras tengan en común el enfoque sobre las relaciones humanas en una situación límite y el hecho de que no sea importante para la historia aclarar el origen de la catástrofe. Porque, efectivamente, aunque se intuye la raíz del desastre en algún tipo de incidente nuclear con brutales repercusiones a escala mundial, no quedan expresamente indicadas las circunstancias de éste. Ni falta que hace, la verdad. Naturalmente el escenario es fundamental para dar sentido a lo que
McCarthy nos cuenta, y los detalles más espeluznantes y sobrecogedores, no por sugeridos y a menudo descritos de soslayo, son menos atroces. Pero principalmente estamos ante una reflexión acerca de la condición humana, sobre el olvido o la conservación de los valores más inherentes al ser humano frente a una realidad demoledora que, por otra parte, es perfectamente probable que llegara a darse.
Por lo visto, no es
Cormac McCarthy un tipo que se prodigue mucho en medios y entrevistas. Ni siquiera la obtención del Pulitzer parece haber modificado demasiado la rutina de este estadounidense nacido en 1933 de pasado turbio y casi desconocido, también autor de títulos como
Todos los hermosos caballos o
No es país para viejos, llevadas ambas a la gran pantalla, al igual que la obra que nos ocupa (luego comentaré algo sobre su adaptación cinematográfica). Por el momento,
La carretera es lo único que he leído de él, pero dentro de que posee un estilo muy peculiar y nada convencional (que le ha valido la insistente comparativa con
Faulkner y
Melville), supongo que no apto para cualquiera, pues no siempre resulta fácil de leer, me ha parecido una obra magistral, y eso en poco más de 200 páginas.
Hay una tendencia en este libro a la sobriedad, más que por el vocabulario por la forma de exposición, un tanto espartana y en el que la puntuación y la ausencia de guiones de diálogo descoloca un poco al principio. Por ejemplo, los diálogos paterno-filiales, que se alternan con silencios sombríos, aunque cargados de una mezcla de inquietud y emoción tremendas, caen en una permanente concisión y laconismo (imagino que intencionada por el autor, como si hasta el hablar ya consistiese en una noción ajena a ese mundo vacío y desesperanzador). Su prosa funciona con imágenes, a veces en una sóla línea, que se encadenan por un abuso constante de la conjunción copulativa, pero tan terribles y rotundas que se quedan grabadas a fuego en nuestra memoria, dándole ese carácter perdurable por encima de la experiencia de su lectura que sólo consiguen los grandes. El texto no se divide en capítulos, sino que está formado por párrafos cortos que refieren el avance de padre e hijo (no conocemos siquiera sus nombres) como en un peregrinaje funesto, así como la inquietud y persistente estado de alerta que acosan el pensamiento del primero. Sólo en ocasiones se detiene para mostrarnos en flashback trances muy concretos, especialmente en lo que concierne a la madre antes y durante los primeros tiempos del desastre hasta su definitivo abandono (no es un secreto, desde el mismo comienzo, que ésta decide quitarse la vida antes de emprender la marcha).
Las descripciones de
McCarthy se alternan entre lo desgarrador y lo emotivo. De un lado, la interminable carretera que parece no tener fin porque ya no conduce a ninguna parte, cruzando poblaciones cuyos nombres ni tiene significado indicar. Las ruinas y los edificios destrozados de las ciudades, cables retorcidos y cosas que antaño tuvieron importancia, hoy basura, tirados por cualquier parte, despojos momificados de personas dentro de sus coches, de plantas y animales, casas saqueadas hasta lo indecible y abandonadas, todo cubierto por una perenne capa de ceniza fría y gris. Troncos calcinados de bosques enteros que se desploman poco a poco, a medida que sus raíces muertas ceden, bajo un cielo plomizo que apenas deja traspasar una luz mortecina desde el amanecer hasta el ocaso. Son las marcas de la violencia que sigue al caos. Y después, el silencio más total. Pero entre tanta devastación y los más horribles estragos, el autor también nos relata, como en un hálito que deja un resquicio para la mínima ilusión, momentos conmovedores que suponen un alivio en el triste deambular de padre e hijo; desde encontrar una lata de coca-cola olvidada en una vieja máquina expendedora o unas cuantas manzanas medio podridas bajo la ceniza, al hallazgo de un refugio con víveres, volver a darse un baño con agua caliente y otras débiles huellas del mundo anterior que mitigan levemente la pesarosa travesía de hombre y niño.
Con un argumento así, necesitas creer que las cosas les tienen que acabar saliendo bien a sus únicos personajes, sobre todo porque en su camino apenas se tropiezan con un puñado de personas de vez en cuando. Pero eso sí, cada vez que tiene lugar uno de esos encuentros, o que vislumbran en la lejanía cómo alguien se acerca o se introducen en alguno de los caserones abandonados que jalonan la carretera, se te pone el corazón en un puño. Son momentos de angustia que se viven con una intensidad e impresión de espanto tremendas. De hecho, hay tres o cuatro escenas en la trama (no todas reflejadas en la película, por cierto, entiendo que por la dureza de su contenido) particularmente terroríficas e inquietantes.
Pero sin duda lo que más me ha impactado de
La carretera es el mensaje que transmite y su brutal sentido de realidad. Que el padre no pueda disfrazar a los ojos del niño el horror de esta nueva forma de existir, la única que el pequeño ha conocido, ni los estigmas de la destrucción absoluta (por ejemplo, cada vez que hallan los cuerpos de gente suicidada largo tiempo atrás) es una de las cosas más terribles que les podría suceder; al igual que la constatación de cómo el chico es consciente de todo y parece asumirlo con resignada estoicidad. De ahí viene la imposición de decirse a sí mismos que son los que llevan el fuego dentro; un fuego que simboliza todo lo bueno alcanzado por el ser humano y que se mantiene incluso en los momentos más aciagos y oscuros, porque el día en que se apague habremos dejado de existir por siempre. Ese fuego interior representa la renuncia a abandonar unos mínimos valores de humanidad y de ética en una sociedad donde ya no existe código alguno por el que regirse, en un mundo que ha caído en la abyección más total y la falta de leyes o moral implican que para la mayoría lo único que cuenta es la supervivencia a toda costa, nada más. Mantener encendida esa llama es lo que permite distinguir a los supervivientes entre el bien y el mal; o en boca del chico, el pertenecer a los buenos -los que llevan el fuego dentro- o a los malos, los que comen personas. No es de extrañar por tanto que ese niño, obstinado en ayudar a las contadas personas con que se topan que no les guardan malas intenciones (o no del todo), sea visto de algún modo por su padre como un dios, como el último profeta que camina sobre la tierra:
«Si él no es la palabra de Dios, es que Dios no ha hablado nunca», llega a proclamar.
No obstante, por encima de todos los fragmentos estremecedores del libro, que son muchos, triunfa la idea del amor como último mecanismo gracias al que seguir en pie, aunque ya no haya nada que hacer, aunque la vida ya no sea tal. Es en la voluntad de sacrificio diaria del padre, en la visión que irradia pura bondad del niño, en expresiones sencillas del más profundo sentimiento del uno hacia el otro donde al menos encontramos refugio dentro de esta historia que nos agarra las tripas y nos encoje el ánimo a lo largo de su lectura y en su recuerdo posterior. Desasosegante como pocas, no deja de ser totalmente recomendable a pesar de las firmes críticas a su desenlace, que se mantiene (quizá incluso se enfatiza si cabe) en la versión sobre el celuloide dirigida por
Jon Hillcoat en 2009. En cuanto a este final tan discutido, personalmente defiendo que cada cual puede extraer de él sus propias conclusiones, sean éstas siniestras o benevolentes... Quienes hayáis leído la novela o visto la película sabréis sin lugar a dudas a qué me refiero.
Y hablando de
La carretera como película, debo otorgarle el mérito no sólo de constituir una adaptación más que notable y fiel de la obra de
McCarthy, sino de ser además el medio que me permitió acceder a la novela, como me consta que también para buena parte de su público. En condiciones normales el recorrido hubiera sido a la inversa, pero reconozco que no tenía conocimiento de que estuviera basada en una obra literaria antes de sentarme a verla. En todo caso,
Hillcoat logra captar con gran exactitud el espíritu gris, doloroso y desconsolado de la novela. Los instintos de hambre acuciante, la impresión de fragilidad, el constante huir y esconderse de todo desconocido con quien se crucen, de caminar a trompicones ateridos por el frío empujando el dichoso carrito, quedan plasmados con un acierto digno de elogio. Para el director australiano habría sido fácil tirar por la vía del film más o menos truculento y catastrofista que brinda una trama de este tono, y sin embargo hay que aplaudir su apuesta por la opción profunda y alejada de los sensacionalismos del cine ci-fi apocalíptico, quedando el momento en que estalla el caos como un intenso fogonazo de luz lejana. Es más, prescinde deliberadamente de ciertos pasajes pavorosos del texto que hubieran sido demasiado fuertes para mostrar en la pantalla.
Los actores que encarnan a padre e hijo (
Viggo Mortensen y
Kodi Smit-McPhee, respectivamente) están correctísimos, transmiten y garantizan la credibilidad de sus papeles, algo que en una historia de estas características resultaba fundamental, so pena de desmoronar toda la carga emotiva del relato. No menos acertados están igualmente
Charlize Theron, durante las fugaces secuencias en las que hace acto de presencia una madre devorada por el abatimiento, y en especial
Robert Duvall interpretando al viejo vagabundo que también viaja por la desierta carretera.
La fotografía, otro de sus puntos fuertes (por cierto, a cargo del vasco
Javier Aguirresarobe) capta por completo el infernal panorama descrito por la novela con una atmósfera lúgubre y opresiva que acompaña a la proyección desde el primer minuto y te pone la piel de gallina, reflejando a la perfección la imagen de esos árboles carbonizados que se caen constantemente, el cielo siempre ceniciento, las señales macabras de la barbarie, el mar opaco y falto de vida... Tan sólo algunos de los flashbacks que rememoran los momentos anteriores cuenta con colores cálidos.
Es uno de los films de los últimos años que más huella me ha dejado (y eso que no soy padre, pues no quiero imaginar lo perturbador que debe de resultar en ese supuesto). Desde luego, no es una película que se pueda calificar de 'disfrutable', porque sales del cine con una sensación de claustrofobia y angustia tremendas, pero sí que se trata de uno de los escasos largometrajes a los que sigues dándole vueltas en la cabeza horas después de haber abandonado la sala, algo que consiguen muy pocas obras cinematográficas hoy día. Os dejo el trailer en español, que no diría demasiado representativo de la película (incluso juraría que esa aclaración introductoria es un mero añadido del trailer que ni siquiera está presente en la cinta).
Leed el libro y, si podéis, ved también la película. No garantizo que después de hacerlo os sintáis precisamente tranquilos ni seguros ante lo crudo y dantesco de sus episodios, ni que halléis el consuelo suficiente entre sus escasos momentos amables. Vaya, que puede resultar un mal trago, sobre todo si uno piensa que nada de lo que aquí se cuenta es imposible. Pero a cambio obtendréis un retrato de un accidental futuro de la humanidad que os empujará como mínimo a cuestionaros unas cuantas cosas. Yo soy de los más o menos convencidos de que el rumbo actual nos puede volcar en una involución social a la que, a falta de la vida cómoda de hoy, muchos se entregarían con tal de aferrarse a la vida. Y entonces sí tendremos que temer a seres mucho peores de los que nos auguran los relatos de monstruos y muertos vivientes de otras crónicas apocalípticas.