
Luguy - Léturgie - Fauche (Dargaud. 1986)
Grijalbo/Dargaud (1987 - redistribución Norma: 2008)
Edición original: Le sablier d'El Jerada
Edición original: Le sablier d'El Jerada
Atención: este artículo puede revelar detalles sobre el argumento.
Perceván, a la guisa de un Aladdin medieval, se marcha en esta ocasión a tierras más cálidas (¿Africa, o quizá Oriente..? no lo sabemos con certeza) enviado por el Rey para dar con el paradero de un viejo amigo, el señor Aimeric Defuentenegra, del que no tiene noticias desde largo tiempo atrás. Naturalmente le acompaña Kervin; aunque a regañadientes, más crispado que de costumbre por tener que ir a perderse entre largas dunas de arena golpeadas por la torridez del sol, lejos de sus libaciones y guisos preferidos.
Pero, deambulando por el desierto, no tardan en ser capturados por una caterva de bandoleros, y desde ese momento la voluntad de escapar se impone a su misión. Tras una tentativa de fuga fallida, Kervin es dado por muerto mientras que Perceván acaba siendo vendido como esclavo al poderoso señor Abd El Hastich, la autoridad del país, y reducido a trabajos forzados en una noria de agua. Consciente de que aceptar las cadenas es una condena a muerte asegurada, el caballero, con ayuda de otra esclava, la seductora Saadia, consigue encontrar una vía para obtener la libertad. Esquivando a sus perseguidores, ambos buscarán refugio y protección en el palacete de Defuentenegra, donde Perceván averigua con sorpresa que quien debiera ser su anfitrión lleva meses desaparecido...
Entretanto, en otra parte del desierto, dos enigmáticas caravanas se cruzan: la del Señor de las Arenas, un perturbado personaje que acoge al malherido Kervin, y la del Emir Sulimán. La obsesión del primero y el pavor del segundo tienen un mismo nombre: el Arenal de El Jerada.

Esta es una nueva aventura independiente que nos traslada a un escenario sobre el cual, a priori, parece que encontramos a Perceván un poco descolocado del entorno habitual de sus andanzas. Sin embargo, enseguida nos consigue cautivar el habitat caracterizado por la inmensidad de las arenas ocasionalmente salpicadas del verdor de los oasis, los ambientes teñidos de llamativas telas de colores y las especias exóticas de los zocos y bazares en la Medina, o la parsimonia de las caravanas de camellos. La inconcreción del territorio en el que la historieta tiene lugar hace que podamos imaginar que todo sucede bien en Arabia como en el Bagdad de los sultanes, o en las arenas del Sahara o de la Ruta de la Seda, pasando en cuestión de viñetas de la miseria de las leproserías a la suntuosidad de los palacios. Sólo hay unas pocas puntualizaciones geográficas en este álbum, pero que ratifican de nuevo que la ficción de la serie se funda de alguna manera sobre nuestra realidad histórica: se habla de los caminos que unen Oriente con Occidente, entre la Meca y Poitiers, pero además en un par de ocasiones se cita Francia. Una, en el momento que el Señor de las Arenas se confiesa otrora amigo del monarca de este reino, de quien sabemos que es el soberano de Perceván y al que se alude con cierta frecuencia sin mayor precisión que 'el Rey'. La otra, cuando Perceván, refiriéndose a Defuentenegra, dice estar buscando a un "señor del país de Francia". Lo uno y lo otro sólo nos pueden conducir a una clara conclusión (si es que no era algo ya presentido por el lector): Perceván es francés.

Este número esta plagado de pequeños detalles y misterios por los que cabe preguntarse, algunos de los cuales no parecen tener una explicación aparente o bien los autores han preferido callar, dejando que cada uno extraiga sus propias ideas. Para empezar, está el Señor de las Arenas: individuo misterioso y bizarro por antonomasia, con el rostro completamente cubierto de vendas para más inri (salvo unos intensos ojos azules desquiciados por la demencia), artíficie de expresiones proverbiales -aunque Kervin no les preste mucha atención, centrado en los manjares que como huesped se le ofrecen- dignas de ser tenidas en cuenta ("La abundancia engendra aburrimiento", "Lo excepcional da lugar a lo banal") y con un único propósito en mente, que a todos los que le rodean parece una locura: ir en busca de El Jerada y descifrar sus secretos. Pero, sin duda, si hay un enigma no desvelado en el álbum es justo en qué consiste exactamente ese nombre que tanto espanto provoca. ¿Qué es el Arenal de El Jerada? Algo que no debe referirse con desdén, por lo que se deduce de la reacción airada de Raduán ante las palabras de Perceván al tacharlo de leyenda. ¿La muerte acaso, o el fin de un destino inexorable? ¿O simplemente un fenómeno natural del desierto que clama sus víctimas cuando les ha llegado la terrible hora? El Señor de las Arenas, en un paralelismo de sus efectos, lo representa, digamos que a una escala reducida, por medio de un especimen de cangrejo carnívoro que atrapa a quienes se le interponen salvo a los más audaces (y así vemos que Guimly es capaz de evitarlo), como alegoría de una muerte esquiva, que a unos ignora y a otros (sería el caso del Emir Sulimán) persigue hasta el final. "No se puede navegar eternamente contra corriente en el tumultuoso curso de la vida", sentencia Yazid, siervo de Sulimán, ante el asombro del caballero mientras observa la caravana inamovible del Emir pese a la extenuación de los camellos en su intento de avanzar por el desierto.
Un encuentro más viene a agrandar ese sentido de lo misterioso e incomprensible que rodea a esta aventura: el de la ciudad de Sherguya, bajo el mismo ojo de la furia que ruge en medio de la tempestad, donde "la ilusión y la realidad parecen confundirse"; un palacio cimentado en la fragilidad de las arenas, tan efímero como la duración del simún. Sobra decir que es una magnífica excusa para que Luguy nos regale la vista con el detallismo al que nos tiene acostumbrados.

Ya sabemos que la principal debilidad de Perceván son las mujeres, y esta vez se produce un duelo de bellezas entre Isolda, la hija de Aimeric, y la atractiva esclava Saadia (en árabe: bienaventurada), quien no parece, por cierto, observar con demasiada rigidez los preceptos de Alá (no tarda en descubrirse el velo y destaparse ante un forastero, recurre a trucos de seducción para librarse de sus captores y da la impresión de quedar embelesada ante los encantos de su protector de cabellos rojizos). Parece que los autores, en una interesante maniobra, hubieran querido contraponer la belleza de Oriente y de Occidente para que el lector decida.
A estas alturas seguro que no os sorprende que a Léturgie y Luguy se les haya ocurrido esconder a un personaje conocido entre las multitudes de alguna de sus viñetas. La Medina es el lugar perfecto para camuflar a alguien entre el gentío que acude a realizar sus compras o vérselas con los tratantes de esclavos. ¿Quién es el invitado oculto en esta ocasión? Pues ni más ni menos que el vendedor ambulante que se haya en el mercado pregonando las excelencias de sus aceitunas: Oliveira da Figueira, personaje de Hergé que aparece en varios tomos de Las aventuras de Tintín, como Los cigarros del faraón, Tintín en el país del oro negro y Stock de coque, también mencionado en Las joyas de la Castafiore. ¡No dejan de encantarme estos simpáticos intrusismos! Hablando de esta misma viñeta, un poco más adelante, el joven Taïb comenta haber estado presente durante la venta de Perceván al señor El Hastich. Si afinamos un poco la vista, podemos suponer que se trata del muchacho que merodea en las proximidades de la escena.
Más curiosidades para ávidos seguidores de Perceván: las interjecciones y onomatopeyas de los guardias y beduínos están en verdaderos caracteres del alfabeto árabe (no inventados e intentando imitar este estilo, como se podría suponer), así como otro tipo de expresiones ('Aluadaa', por ejemplo, es una fórmula de despedida que se emplea cuando se intuye que no se va a volver a ver a quien se le dirige: algo así como nuestro 'hasta siempre'). Muy apropiado, como véis, para la secuencia en la que se utiliza. Todos los nombres propios que aparecen en el álbum también forman parte de la antroponimia, más o menos común, del mundo islámico. En fin, pequeñas averiguaciones, resultado de marear a un amigo marroquí.

Con la resignación última de Sulimán y la frustración del Señor de las Arenas se cierra este álbum, también coloreado por Chagnaud, cuyos puntos más flojos consisten en un desarrollo desigual y un final atropellado. Nuestros héroes regresarán a casa tras su incursión por el desierto, y poco después también lo hará el señor Aimeric Defuentenegra, como se aclara en el décimo tomo de la colección que, sin resultar una continuación del presente, veremos que retoma a algunos de sus personajes. Para cuando Perceván regrese a estas tierras, sus condiciones personales habrán cambiado bastante. Pero todavía nos faltan algunos números para llegar a ese volumen, así que paremos de momento aquí, en este álbum que, a pesar de la indecente reedición de Norma, espero que no se convierta en una lectura tan solitaria como vagar por el desierto.
Pero, deambulando por el desierto, no tardan en ser capturados por una caterva de bandoleros, y desde ese momento la voluntad de escapar se impone a su misión. Tras una tentativa de fuga fallida, Kervin es dado por muerto mientras que Perceván acaba siendo vendido como esclavo al poderoso señor Abd El Hastich, la autoridad del país, y reducido a trabajos forzados en una noria de agua. Consciente de que aceptar las cadenas es una condena a muerte asegurada, el caballero, con ayuda de otra esclava, la seductora Saadia, consigue encontrar una vía para obtener la libertad. Esquivando a sus perseguidores, ambos buscarán refugio y protección en el palacete de Defuentenegra, donde Perceván averigua con sorpresa que quien debiera ser su anfitrión lleva meses desaparecido...
Entretanto, en otra parte del desierto, dos enigmáticas caravanas se cruzan: la del Señor de las Arenas, un perturbado personaje que acoge al malherido Kervin, y la del Emir Sulimán. La obsesión del primero y el pavor del segundo tienen un mismo nombre: el Arenal de El Jerada.

Esta es una nueva aventura independiente que nos traslada a un escenario sobre el cual, a priori, parece que encontramos a Perceván un poco descolocado del entorno habitual de sus andanzas. Sin embargo, enseguida nos consigue cautivar el habitat caracterizado por la inmensidad de las arenas ocasionalmente salpicadas del verdor de los oasis, los ambientes teñidos de llamativas telas de colores y las especias exóticas de los zocos y bazares en la Medina, o la parsimonia de las caravanas de camellos. La inconcreción del territorio en el que la historieta tiene lugar hace que podamos imaginar que todo sucede bien en Arabia como en el Bagdad de los sultanes, o en las arenas del Sahara o de la Ruta de la Seda, pasando en cuestión de viñetas de la miseria de las leproserías a la suntuosidad de los palacios. Sólo hay unas pocas puntualizaciones geográficas en este álbum, pero que ratifican de nuevo que la ficción de la serie se funda de alguna manera sobre nuestra realidad histórica: se habla de los caminos que unen Oriente con Occidente, entre la Meca y Poitiers, pero además en un par de ocasiones se cita Francia. Una, en el momento que el Señor de las Arenas se confiesa otrora amigo del monarca de este reino, de quien sabemos que es el soberano de Perceván y al que se alude con cierta frecuencia sin mayor precisión que 'el Rey'. La otra, cuando Perceván, refiriéndose a Defuentenegra, dice estar buscando a un "señor del país de Francia". Lo uno y lo otro sólo nos pueden conducir a una clara conclusión (si es que no era algo ya presentido por el lector): Perceván es francés.

Este número esta plagado de pequeños detalles y misterios por los que cabe preguntarse, algunos de los cuales no parecen tener una explicación aparente o bien los autores han preferido callar, dejando que cada uno extraiga sus propias ideas. Para empezar, está el Señor de las Arenas: individuo misterioso y bizarro por antonomasia, con el rostro completamente cubierto de vendas para más inri (salvo unos intensos ojos azules desquiciados por la demencia), artíficie de expresiones proverbiales -aunque Kervin no les preste mucha atención, centrado en los manjares que como huesped se le ofrecen- dignas de ser tenidas en cuenta ("La abundancia engendra aburrimiento", "Lo excepcional da lugar a lo banal") y con un único propósito en mente, que a todos los que le rodean parece una locura: ir en busca de El Jerada y descifrar sus secretos. Pero, sin duda, si hay un enigma no desvelado en el álbum es justo en qué consiste exactamente ese nombre que tanto espanto provoca. ¿Qué es el Arenal de El Jerada? Algo que no debe referirse con desdén, por lo que se deduce de la reacción airada de Raduán ante las palabras de Perceván al tacharlo de leyenda. ¿La muerte acaso, o el fin de un destino inexorable? ¿O simplemente un fenómeno natural del desierto que clama sus víctimas cuando les ha llegado la terrible hora? El Señor de las Arenas, en un paralelismo de sus efectos, lo representa, digamos que a una escala reducida, por medio de un especimen de cangrejo carnívoro que atrapa a quienes se le interponen salvo a los más audaces (y así vemos que Guimly es capaz de evitarlo), como alegoría de una muerte esquiva, que a unos ignora y a otros (sería el caso del Emir Sulimán) persigue hasta el final. "No se puede navegar eternamente contra corriente en el tumultuoso curso de la vida", sentencia Yazid, siervo de Sulimán, ante el asombro del caballero mientras observa la caravana inamovible del Emir pese a la extenuación de los camellos en su intento de avanzar por el desierto.
Un encuentro más viene a agrandar ese sentido de lo misterioso e incomprensible que rodea a esta aventura: el de la ciudad de Sherguya, bajo el mismo ojo de la furia que ruge en medio de la tempestad, donde "la ilusión y la realidad parecen confundirse"; un palacio cimentado en la fragilidad de las arenas, tan efímero como la duración del simún. Sobra decir que es una magnífica excusa para que Luguy nos regale la vista con el detallismo al que nos tiene acostumbrados.

Ya sabemos que la principal debilidad de Perceván son las mujeres, y esta vez se produce un duelo de bellezas entre Isolda, la hija de Aimeric, y la atractiva esclava Saadia (en árabe: bienaventurada), quien no parece, por cierto, observar con demasiada rigidez los preceptos de Alá (no tarda en descubrirse el velo y destaparse ante un forastero, recurre a trucos de seducción para librarse de sus captores y da la impresión de quedar embelesada ante los encantos de su protector de cabellos rojizos). Parece que los autores, en una interesante maniobra, hubieran querido contraponer la belleza de Oriente y de Occidente para que el lector decida.
A estas alturas seguro que no os sorprende que a Léturgie y Luguy se les haya ocurrido esconder a un personaje conocido entre las multitudes de alguna de sus viñetas. La Medina es el lugar perfecto para camuflar a alguien entre el gentío que acude a realizar sus compras o vérselas con los tratantes de esclavos. ¿Quién es el invitado oculto en esta ocasión? Pues ni más ni menos que el vendedor ambulante que se haya en el mercado pregonando las excelencias de sus aceitunas: Oliveira da Figueira, personaje de Hergé que aparece en varios tomos de Las aventuras de Tintín, como Los cigarros del faraón, Tintín en el país del oro negro y Stock de coque, también mencionado en Las joyas de la Castafiore. ¡No dejan de encantarme estos simpáticos intrusismos! Hablando de esta misma viñeta, un poco más adelante, el joven Taïb comenta haber estado presente durante la venta de Perceván al señor El Hastich. Si afinamos un poco la vista, podemos suponer que se trata del muchacho que merodea en las proximidades de la escena.
Más curiosidades para ávidos seguidores de Perceván: las interjecciones y onomatopeyas de los guardias y beduínos están en verdaderos caracteres del alfabeto árabe (no inventados e intentando imitar este estilo, como se podría suponer), así como otro tipo de expresiones ('Aluadaa', por ejemplo, es una fórmula de despedida que se emplea cuando se intuye que no se va a volver a ver a quien se le dirige: algo así como nuestro 'hasta siempre'). Muy apropiado, como véis, para la secuencia en la que se utiliza. Todos los nombres propios que aparecen en el álbum también forman parte de la antroponimia, más o menos común, del mundo islámico. En fin, pequeñas averiguaciones, resultado de marear a un amigo marroquí.

Con la resignación última de Sulimán y la frustración del Señor de las Arenas se cierra este álbum, también coloreado por Chagnaud, cuyos puntos más flojos consisten en un desarrollo desigual y un final atropellado. Nuestros héroes regresarán a casa tras su incursión por el desierto, y poco después también lo hará el señor Aimeric Defuentenegra, como se aclara en el décimo tomo de la colección que, sin resultar una continuación del presente, veremos que retoma a algunos de sus personajes. Para cuando Perceván regrese a estas tierras, sus condiciones personales habrán cambiado bastante. Pero todavía nos faltan algunos números para llegar a ese volumen, así que paremos de momento aquí, en este álbum que, a pesar de la indecente reedición de Norma, espero que no se convierta en una lectura tan solitaria como vagar por el desierto.